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Descripción

Vivimos en una sociedad privilegiada. El desarrollo tecnológico, científico y nutricional en Occidente es enorme. Sin embargo, nuestros hijos no son los más sanos ni, desde luego, los más felices. Miles de niños tienen un horario de actividades diarias que excede la jornada laboral legal en cualquier país europeo. Por otra parte, las consecuencias de este modelo son preocupantes. Estamos rodeados de una epidemia de trastornos y enfermedades en la infancia: conductuales, como el trastorno por déficit de atención, del espectro autista, hiperactividad, fatiga crónica, depresión, estrés o ansiedad en edades cada vez más tempranas; también alimenticios, como la anorexia, bulimia y sobrepeso. La mayoría tendrá repercusiones en el futuro. Son enfermedades exclusivas de países industrializados. En algo debemos estar equivocándonos. Tenemos de todo y damos de todo a los niños, pero sobre todo cosas materiales. Les estamos privando de la presencia de sus padres, del respeto a sus procesos, del juego libre, del tiempo de ocio sin dirección de adultos, de relacionarse entre iguales sin normas externas. Les juzgamos y comparamos permanentemente. No les dejamos ser. Cada cultura tiene un modelo de crianza, y no es casual. La forma de tratar a la infancia tiene una función social. Está destinada a conseguir un tipo de ciudadanos, y no otro. Únicamente protegiendo la maternidad y la infancia contaremos con alguna posibilidad de conseguir un cambio en nuestra sociedad. Para conseguir un futuro mejor es necesario no olvidar nuestra historia, general e individual. El amor y el autoengaño son incompatibles, porque de la negación del sufrimiento nace el odio desplazado hacia el inocente. Porque el amor requiere de la verdad.